En el culo del mundo

Por Tatiana Machado

Foto: Tatiana Machado

En una conversación reciente escuché a varios compañeros del colegio donde trabajo comentar que, en una reunión, la directiva docente del colegio del casco urbano de Ituango (Antioquia) dijo que ningún profe quiere permanecer en ese territorio y que solo algunos se quedan hasta cumplir su periodo de prueba, para después buscar la manera de ser trasladados, otros renuncian y unos pocos permanecen en el municipio por una cuestión de arraigo. Mientras escuchaba el relato recordé los días previos al viaje a Ituango, la ansiedad producida no solo porque me iba a enfrentar por primera vez a la experiencia de la docencia, sino también porque las noticias del conflicto que se vive allí me llegaban de todas partes o yo las buscaba apremiada por la angustia.

Me enfrentaba a una cuestión del tamaño de la que sentimos cuando a mitad de un semestre, y con todo en contra, uno se pregunta si acaso es el momento de rendirse y dejar la Universidad, porque, al final, uno no es tan resistente. Fueron semanas en las que las noches se hicieron eternas y miraba por la ventana de mi habitación a la luna andar por la cúpula celeste mientras me encontraba inmóvil porque no podía tomar una decisión.

Recordé las palabras de un profe de la U: “¿Qué vas a hacer por allá?, te vas a aburrir en ese ambiente donde el mundo se hace pequeño”. Pensé en el día en que supe que había pasado el examen de admisión de la universidad y los planes de ese entonces, pensé en mi situación económica (yo me encontraba desempleada desde el inicio de la pandemia) y pensé, sobre todo, en terminar esa carrera universitaria que parecía más una de resistencia. Al final, como quien da pasos sin pensar, llegó el día de subirme al bus que me llevaría a un lugar completamente desconocido para mí, nuevo en todo sentido.

Para empezar a vivir en ese lugar tuve que arrancarme de toda la vida que conocía, cortarme de todos esos espacios habitados, y fue muy doloroso, sobre todo en el marco de un conflicto armado del que siempre había sabido, pero que nunca sentí tan cerca, hasta eso se convirtió en una novedad: la guerra, la disputa por un territorio que está como desconectado de los acontecimientos del mundo, que está como detenido en el tiempo porque a cada dos pasos en los caminos hay una cruz que indica que allí murió alguien, o, generalmente, que allí asesinaron a alguien.

El profe de la U se equivocó. Nunca tuve tiempo para aburrirme, conocer todo eso fuera de mí y conocerme a mí allí me dio tiempo para sentirme triste, eufórica, decepcionada, maravillada, desesperanzada, confundida y arrepentida de mi decisión, pero nunca aburrida. La vida en la vereda, la mula Katrina que me subía el mercado cada semana, la luz del sol pegando en el patio de la escuela, el pedregoso camino, el calor producido por botas pantaneras al caminar y la soledad, son sensaciones que deseo me acompañen el resto de mi vida, que solo la muerte pueda quitármelas, y no importa si me invade la tristeza cada vez que vuelvan a pasar sobre mi cuerpo, porque yo también me fui de Ituango cuando había pasado poco más de un año de estar viviendo allí.

No es nada fácil desear permanecer y pertenecer al territorio cuando parece que quienes están allí, sobre todo en las zonas que se denominan como rural rural, lo hacen porque no tienen opciones y siempre están esperando una oportunidad para escapar. Matriculan a sus hijos e hijas en la escuela porque desean, con todo su corazón, que la vida de ellos no se parezca en nada a las suyas y eso generalmente significa que salgan de allá hacia la ciudad, aunque eso no sea garantía de nada, sino que, por el contrario, implique otros riesgos y padecimientos.

Un día compartí un viaje de dos horas y media en un bus escalera con un hombre que se cortó una pierna mientras trabajaba con un machete, iba en una camilla improvisada y sangraba tanto que empapó todas sus vendas y el material de la camilla, y goteaba sobre la madera del piso. No podía verlo, pero de alguna manera sé que por entre las hendijas de la madera la sangre pasó y mojó la polvorienta carretera. Esta escena tenía lugar porque era más demorado esperar que la ambulancia llegara hasta la vereda de dónde venía, la última a la que lleva la carretera.

Otro día hablé por teléfono con una madre de familia que estaba teniendo un parto sola en su casa y que nos suplicaba que retuviéramos a sus hijas en la escuela porque creía que se iba a morir y no quería que la encontraran. Esta mujer pujaba sin fuerzas y se desmayó varias veces durante la llamada, luego supe que en su casa no había comida y que llevaba varios días en los que su único alimento era aguapanela.

Uno llega siendo un espectador, un foráneo que deja de serlo en cuanto cada una de estas historias tienen un rostro, un nombre, que se transforma en un lamento, en un deseo de que la existencia no continúe su curso si implica el sufrimiento; y en un anhelo constante de que no se repitan historias como las que acabo de narrar y que hacen que uno comprenda por qué para muchos de estos hombres y de estas mujeres, estar en ese territorio es un sacrificio al que se les ha condenado sin llevar más culpa que su pobreza y su falta de oportunidades.

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