Por Juanita Mandivelso Guerrero

Ilustración de Wilson Rengifo
No podía evitarlo, pero era tan solo ese pensamiento el que consumía mi mente. Sentí una vez más la necesidad de mirarme en aquel objeto que reflejaba mi cuerpo, era simplemente masoquismo, pues ya sabía que odiaría la figura que vería. Ya he intentado por mucho tiempo arreglarme; sin parar, he buscado la manera de encajar en el molde perfecto, aunque, al parecer, mi distorsionado entendimiento nunca logrará hacer que me vea como deseo. Agarro mi abdomen con la intención de quitarlo, arrancarlo, hasta el punto de hacerme daño, pero mis esfuerzos son inútiles. Inconscientemente, vuelve a mi ese nudo en mi garganta, mis manos tiemblan y mis ojos quieren inundar de lágrimas mi pequeño rostro, pues aún no comprendo en qué momento había desarrollado este nivel de aborrecimiento, con el que ni siquiera toleraba verme en el espejo. Necesito esconderme, enterrarme en lo más profundo de este mundo, pues si en mí no hay belleza, ¿quién soy?
Otra vez ante las mismas cuatro paredes, ante la miseria de la realidad en la que yo misma me había sumergido. Suelo esconderme en este lugar, me calma el saber que nadie podrá verme, que se me es permitido derramar las miles de lágrimas que tanto he escondido. Me avergüenza confesar lo que me he hecho; cómo logré convertir mi rutina en una tortura mucho más que física. Me acerco lentamente a la ducha, aunque este movimiento se vuelve una batalla conmigo misma para poder mantenerme de pie; me encojo de rodillas, escondiendo mi rostro. Satisfactoriamente siento mis huesos, pues cada día son más fáciles de percibir; las delicadas gotas de agua caen alrededor de mi cabello, hacen aquel delicado recorrido por todo mi cuerpo; deben sentir lástima por mí. Mi mente empieza a quedar en blanco, me siento mareada, agotada, y al mismo tiempo, crece en mí una irónica sensación de satisfacción. No recuerdo la última vez que comí, ni la última vez que realmente viví; simplemente sigo en el inevitable encierro que se encuentra en mi cerebro.
Al caminar por las calles intento camuflarme entre la multitud, aunque mis ojos no pueden dejar de detallar cada cuerpo, cada movimiento; analizo mi reflejo en cada superficie que lo proyecta, pero, ¿no soy yo más que una simple cintura? Un par de niños desvían mi atención y generan en mí el anhelo de ser aquella inocente criatura que aún no ha aprendido a juzgarse, no todavía. Recuerdos de mi infancia vuelven a mi memoria, pasan por mi cabeza como imágenes borrosas que desean ser entendidas; era tan solo una niña que a duras penas comprendía la vida. Quería ser como mi madre, crecer y dejar ese diminuto cuerpo, caminar sola por las calles y admirar mi belleza en cada parte; ¿Por qué nadie me lo había advertido? Nunca se me había mencionado la tortura de crecer, o más bien, el prototipo en el que me debía convertir. Pero ahora, ahora extrañaba correr sin pensar si me miraban, ensuciarme la cara con barro, preguntar sin vacilar, pasar horas y horas de mi existencia pensando en qué jugar, a qué mundo viajar y qué fantasía contemplar. Por fin me doy cuenta del significado de “son cosas de adultos”; palabras que se repetían constantemente y que injustamente frustraban mi indagar. Me estaban “protegiendo” de aquella realidad impuesta por ellos mismos.
Me detengo en una esquina teniendo la ilusión de calmar mi incontrolable agonía, pero son sus miradas las que siento encima. Se clavan en mí como filosas lanzas, empiezan por mis pies, pero se quedan detallando mis piernas, mi cadera y, por ende, mi trasero. Intento cubrirme, caminar aún más rápido, ignorar sus incómodos comentarios, pero por fin llegan a mi rostro; evito el contacto con sus ojos, pues el miedo crece y se apodera de mi pecho. Uno de ellos me detiene, comienza a hacer gestos que me avergüenzan, me pregunta ¿por qué tan calladita? Ningún sonido sale de mi boca, pero ¿será que estoy siendo irrespetuosa? No es la primera vez que este dilema aparece, pero tampoco la primera vez que he podido enfrentarlo; rápidamente fijo mi mirada al suelo y dejo que sus silbidos vayan quedando en el viento. Es incoherente ¿no? Tanto odio tengo hacia mi cuerpo, pero al mismo tiempo se convierte en un objeto de deseo.
El resto del camino me acompañan las leves gotas de lluvia que comienzan a caer. Sin darme cuenta ya estaba ante la entrada de mi casa; me esperaba, una vez más, la soledad que tanto me aterra. Entro a mi habitación, cierro suavemente la puerta, me paro frente al espejo, como usualmente lo hago, pero ya no soy capaz de soportar el peso de mi cuerpo, así que caigo de rodillas en el suelo. Al final, salen las lágrimas que tanto intenté retener; sí, soy débil, sí, soy sensible, y aunque en mi hay orgullo, cada segundo se vuelve más grande esa idea irracional de que lo que soy nunca será suficiente. Aquel pensamiento intruso, que en un comienzo me consumía, se implanta en mi mente, así que hago lo que me dice, vuelvo a medir mis manos y mis piernas, ¿será que ya son la medida correcta?