La memoria y el presente en la pantalla

Por José Agudelo

Fotograma de la película “Golpe de Estadio”, Dirigida por Sergio Cabrera

En los últimos años se han visto varias producciones cinematográficas en Colombia que han tratado el tema de la memoria. Por mencionar un par de ejemplos recientes, tenemos la película Memoria (2021), dirigida por el tailandés Apichatpong Weerasethakul, y Los reyes del mundo (2022), dirigida por la colombiana Laura Mora. Ambas películas tienen la intención de ilustrar las marcas de la violencia del conflicto armado por medio de tomas en las que el sonido y la banda sonora tienen protagonismo y con escenas en las que se ve un trabajo elaborado en las características técnicas de fotografía. El trato que hacen respecto a la memoria histórica es serio, puesto que no pretenden mostrar la violencia, sino hacer alegorías de la dificultad de recordar a las víctimas, de cómo el olvido, fruto del trauma, está presente, obstaculizando toda posibilidad de reconstrucción de un relato que pueda dar cuenta de todas las injusticias. Claramente, son muestra de cómo el arte puede tomar la palabra para hablar de hechos políticos que han marcado a toda una población. Pero hay algo que las películas mencionadas no logran satisfacer. Si bien la memoria histórica debe reparar simbólicamente a las víctimas, a la hora de preguntar por la percepción que tenemos de nuestro presente y de las posibilidades de cambio, entramos en un callejón.

Desde la firma de los Acuerdos de la Habana, la memoria histórica se ha vuelto un asunto importante en la agenda política. Como parte de la reparación a las víctimas, la memoria histórica debe reconocer los hechos violentos, las vidas que se perdieron y el vasto daño al tejido social que se dieron en el marco del conflicto armado. Pero, muchas veces, da la sensación de que el impulso de la memoria histórica se hace con un afán museográfico de ampliar enciclopédicamente el relato histórico. Incluir la memoria histórica en el relato histórico es importante para impedir toda nostalgia reaccionaria y revisionista sobre el pasado nacional. También para determinar la percepción que tenemos de las circunstancias actuales del país, no solo como explicación de sus causas, sino como forma de plantear qué alternativas de agencia transformadora son posibles.

Antes de la memoria histórica, en el cine colombiano veíamos cómo las producciones cinematográficas no pretendían una rememoración del pasado, sino que echaban mano de la violencia, el narcotráfico y la corrupción política como temas para los guiones. Películas como Paraíso travel (2008), Soñar no cuesta nada (2006), Perro come perro (2008), Los colores de la montaña (2010) o La vendedora de rosas (1998), pretenden reflejar el momento actual en el que se produjeron. Son obras que muestran con crudeza la realidad de un país sumergido en conflictos brutales donde casi nadie sale ileso. Estas películas y otras muestran cómo hablar de Colombia en esos momentos era hablar de un país sanguinario y devastador. Y si bien muchas de ellas se hacían con un ánimo de exponer realidades sociales que no eran visibles para la mayoría de los espectadores, la imagen pesimista de la actualidad colombiana que exhibían era paralela a la fantasía norteamericana de Colombia como una selva anárquica y criminal usada en varias películas de acción taquilleras. Mucho del cine de entonces mostraba a Colombia como un país sin futuro ni posibilidades de cambio.

En el caso del cine que ahonda en el tema de la memoria histórica, la perspectiva que tiene del presente es una en la que se ve una población mutilada de su pasado y que lo único que puede hacer es resistir. Pero, ¿resistir a qué? La respuesta es a la violencia, y se sostiene como una enseñanza que nos queda del conflicto armado. Pero este último no es fortuito, en él estuvieron involucrados varios actores concretos (paramilitares, narcotraficantes, empresarios y políticos) con los medios bélicos necesarios e intereses específicos que fueron cambiando con el transcurso de las décadas. No se trata entonces de un momento que se pueda reducir a una expresión de violencia en general, sino que es consecuencia de una estructura que facilita el uso de la violencia sobre la mayoría por parte de élites armadas en busca de grandes beneficios económicos. La resistencia por lo tanto debe ser a la violencia específicamente como se ha vivido en Colombia, y en especial a sus causas estructurales y a sus promotores.

Entonces, ¿qué se puede hacer, al menos en la producción artística? Pareciera que cuando se abordan problemáticas sociales en el cine, estas no pueden salir de una descripción realista de la crudeza social. Ante esto, no se ve muy creíble que el cine colombiano se involucre en la ciencia ficción, la fantasía, el terror o el cine de acción, si bien existen intentos. Esto se vería como una copia del cine norteamericano. Pero vemos en la producción artística de otros contextos en los que géneros como la ciencia ficción no son ajenos a la realidad social, sino que toman forma desde ella para plantear otras formas de imaginar los contenidos clásicos de tales géneros.

Un ejemplo es el afrofuturismo, donde los afroamericanos no son contemplados como ajenos a la producción tecnológica y, desde las experiencias étnicas y sociales de estas poblaciones históricamente excluidas y reprimidas, se plantean nuevos mundos, formas de tecnología, de acción y de creación. Por lo tanto, es necesario no quedarse sometidos a una percepción quietista y débil de nuestro presente, hay que buscar en el arte formas de expresar la posibilidad de hacer cambios en lo que nos ha sido dado y que haga justicia con el pasado. Si se pretende buscar las formas de transformación de la situación actual, hay que valorar el presente no solo como el resultado de dinámicas destructivas, sino como el espacio de fortalecimiento de aquellos elementos concretos de nuestro contexto que permiten respirar en paz y construir con otros, haciendo de la imaginación y de la creatividad vías que alimenten la acción y un nuevo país.

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