Columna esquinera

Por Edison David Ramírez Serna.

«Nocturno con figuras» – Pintura de Juan Noreña

Cuando voy a una ciudad, a un pueblo, a un corregimiento o a otro lugarejo con atisbos de civilización, siempre me gusta pararme en las esquinas: los obreros, los oficinistas, los estudiantes y las amas de casa a menudo me miran como a un mechudo retardado, poseído, recontraposeído y ultraposeído por las mil y una deidades de la idiotez y la estulticia. Parecer imbécil tiene sus ventajas: porque la mayoría de hombres son solo sinceros con quienes consideran que no representan una amenaza para sus ensanchados intereses. Las esquinas son los centros reales y sin tapujos de nuestras convulsionadas sociedades; el soplo divino, el halo etnográfico, el caldo de cultivo para las historias más inverosímiles de cualquier escritor o periodista en potencia.

Y es que las esquinas, sobre todo entre las estrechas calles de los pueblitos a medio acabar, tienen sus propias biografías: memorias de besos furtivos, insultos entre caudillos, jalones de mechas entre señoras encopetadas y ‘queridas’ indiscretas; peleas a machete, ruana o cuchillo; caídas inesperadas de caballos, burros o yeguas mal entrenadas; discursos visuales de carteles inquietantes… etc., etc., etc. La esquina es el parlante anónimo de la sociedad misma. La esquina es esa pitonisa que, con sus mil voces, nos dice sin miramientos ni reservas hipócritas, qué abismos taciturnos nos adornarán la frente, las ñatas y el pecho en un futuro no muy lejano.

La esquina puede ser ese torrencial de nostalgias que nos recuerde el primer encuentro con una traguita de trencitas adolescentes; o mejor aún, la esquina puede también convertirse en una telaraña rosa, violeta o enrojecida que nos lleve al lecho ‘anhelante’ de alguna esposa poco satisfecha: Los Rayos de México, en su cancioncita ‘La esquina’, lo han expresado mejor que yo.

«Llego a la esquina, aquella esquina, donde un buen día te conocí.
A unos pasitos está tu casa, donde impaciente, tú esperas por mí…
Abre sus brazos pa’ recibirme, los brazos míos se abren también…
Y así solitos, los dos juntitos, vemos llegar el amanecer.
Las horas pasan se van se alejan, caigo en tus brazos y vuelvo a ver
Que lo que pasa entre dos amantes tan solo el cielo puede saber».

Pero la esquina no solo es ese puerto de cemento en que recordamos nuestras faenas sexuales o aventuras amorosas: toda moneda tiene su contracara y todo angelito tiene sus demonios. La esquina es también la metáfora del lado más amargo y abyecto de la vida: ese puente en que los nacientes y los moribundos, los dignatarios y los desahuciados, los eternos enemigos y los aliados pasajeros se chocan y entrechocan en una cruzada perpetua. Por eso en ‘La Balada del diablo y la muerte’ de La Renga, el amo de los infiernos y la matrona de los sepulcros se reúnen muy horonda y plácidamente a tomarse unas copitas y a echarse unas buenas caladas:

«Estaba el diablo mal parado
En la esquina de mi barrio
Ahí donde dobla el viento y se cruzan los atajos Al lado de él estaba la muerte
Con una botella en la mano».

‘Esquina’, a veces deja de ser, en la jerga popular, esa ele pedregosa de encuentro entre dos cuadras, para pasar a convertirse en parte de un insulto, en una indirecta desalmada o cosas por el estilo. Si queremos decirle a alguien –tomen nota– que no lo queremos volver a ver ni en pintura, básicamente gritamos, susurramos o tarareamos lo del juglar vallenato Fabián Corrales en su canción sonajera ‘Ni aquí a la esquina’: «Porque contigo ni aquí a la esquina, sigue tu camino, deja de insistir».

‘Esquina’ adquiere para cada ser humano de occidente, una connotación totalmente diferente. Pero eso sí, la esquina jamás pasa desapercibida para el pueblerino o citadino promedio. Para el ‘jibaro’ esquina es el mercado invisible en donde puede ofrecer sus alucinantes productos; para el yonqui moderado o en crecimiento, ‘esquina’ es el almacén en donde se puede adquirir el pasaporte a la tierra de los unicornios parlanchines y las hadas veraniegas.

En ese jueguito de relatividad, ‘esquina’ es para el estadista una frontera entre una comuna u otra; mientras que, para el errante pandillero, ‘esquina’ es la puerta de salida de su zona de control, y por antagonismo, la entrada a las mazmorras de su contendor inmisericorde. Para el patriarca de alguna familia suntuosa, ‘esquina’ es esa despensa fluctuante en donde reposan en alguna tienda o legumbrera, frutas, carnes y lácteos provenientes a veces de los lugares más lejanos del planeta: tambaleantes manjares que se balancean maquiavélicamente entre la oferta y la demanda.

Porque la esquina es el oasis en donde el campo aterriza en nuestros barrios en forma de granero o puesto improvisado; porque esquina es el plantel en donde el ‘bueno’ y el ‘malo’ hacen sus primeros pinitos en la selva de cemento; porque la esquina es ese castillo invisible en donde las tribus urbanas construyen ante miradas inquietas, nuevas identidades, nuevas formas de auto percibirse y percibir a los otros: la esquina de los rockeros, la esquina de los punkeros, la esquina de los travestis, la esquina de los raperos, la esquina de los tinterillos, la esquina de los sabiondos, la esquina de las putas, la esquina de los ‘mantenidos’, la esquina de los quejumbrosos, la esquina de los ‘duros’, la esquina de los migrantes… la esquina de los muertos.

¡Las esquinas pueden ser tantas cosas para tantas personas! Por eso reflexionar sobre el significado de la esquina como punto geográfico y referencia metafórica es fundamental: filósofos, sociólogos, etnógrafos, politólogos, novelistas, dramaturgos y poetas tienen una deuda histórica con las enseñoreadas o pisoteadas esquinas que proliferan como moscas, en nuestras atestadas metrópolis y recónditos puebluchos.

Para no extenderme más, y para que no digan que mi desencajado cerebro está invadido por el espíritu de un culebrero, terminaré diciendo que las esquinas son en realidad el verdadero Macondo de nuestra atropelladora Modernidad: porque allí pueden habitar de día o de noche, los personajes más estrafalarios de nuestro tiempo. En una esquina de Rionegro, Antioquia, conocí a El Sherpa, un carnicero de profesión con más de 400 disfraces que en ciertas tardes recrea con telas, hebillas y peinados antiguos a Napoleón, a Bolívar o al mismísimo Tutankamón. Sherpa se vuelve enciclopedia viviente chasqueando los dedos: en sus atuendos resucita faraones, generales, cantantes, emperadores, señores feudales, caciques tropicales y vikingos trashumantes.

Ahora me iré derecho a una de las esquinas de mi pueblo. Lo haré solemnemente: primero pondré el pie derecho, después el izquierdo. El siguiente paso será recostarme contra la pared, sacar mi cigarro y empezar a jugar con el humo como si fuese un gánster italoamericano. No parpadearé: afilaré mis oídos, zarandearé mis neuronas y le sacaré punta a mi curiosidad ‘fisgoneante’. Haré por un rato el bonito papel de atolondrado. Sí, sin duda lo haré: ya tengo una experiencia bastante vasta en ponerme otras máscaras menos apreciadas por nuestro mundito de mercachifles.

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