Editorial N0 82: De la insurrección a la revolución

Portada: «Burn Baby Burn» – Daniel Richter

El Perú convulsionado que observamos en estos días es un buen espejo para Colombia y, en general, para toda Latinoamérica, pues la configuración subjetiva de la derecha y sus estrategias lumpescas no se diferencian mucho de país en país. Por eso, de lo que allí acontece, tanto en términos de las luchas populares como de respuesta de la derecha, hay mucho que debemos aprender, entre otras cosas porque en Perú no se juega, como en ninguna parte donde el imperio tenga su mano metida, solamente el futuro del Perú, sino de toda Latinoamérica.

No debemos olvidar que Alberto Fujimori fue no solo un precursor, sino ante todo un inspirador de Uribe Vélez y toda su estrategia criminal para arrasar con la organización popular que pudiera ofrecer resistencia a la aplicación más desalmada del neoliberalismo. El mayor delito de Fujimori no fue precisamente la corrupción, aunque la llevó a su máxima expresión como aquí el uribismo, sino el asesinato alevoso y la desaparición de cientos de ciudadanos bajo la disculpa de combatir al grupo insurgente Sendero Luminoso. En Colombia las cifras se cuentan por miles. 6.402, el número de asesinados durante el gobierno de Uribe Vélez y presentados bajo el eufemismo de falsos positivos militares, es apenas la punta del iceberg.

Cierto que el descaro de Fujimori y su descendencia, igual que de Uribe Vélez y sus acólitos, alcanzó niveles tan escandalosos que el pueblo terminó por rebelarse, no solo en las calles sino en las urnas, y exigir un cambio de orientación a las políticas estatales, de tal manera que la institucionalidad recuperara un poco su decencia y su compromiso con el bienestar social de la mayoría de la población. Pero ahí está precisamente la lección más importante que acaso se nos está ofreciendo en estos momentos: no es suficiente la rebeldía para alcanzar la justicia social, es necesaria la organización y articulación de los sectores populares en torno a un proyecto de sociedad que no se sostenga sobre la injusticia estructural y cotidiana para garantizar los privilegios de ciertos grupos, sobre todo de los dueños del capital.

Esto nos devuelve al debate que planteaba ya Rosa Luxemburgo en las primeras décadas del siglo XX frente al exceso de burocracia de las organizaciones sindicales y el partido: recuperar la importancia de la espontaneidad en las luchas populares como un primer paso en la toma de conciencia social y en la organización de los individuos en torno a un proyecto que fuera más allá de las reivindicaciones económicas o políticas puntuales. El debate no consiste en decidir cuál de los dos momentos, la espontaneidad o la organización, es el más decisivo en la lucha revolucionaria. Más bien es un intento por reconocer la articulación dialéctica de ambos momentos, pues sin la espontaneidad, la burocracia termina paralizando la organización e instrumentalizándola al servicio de las prácticas de dominación; pero, sin la organización, la espontaneidad termina siendo una actitud romántica sin ningún horizonte revolucionario.

Lastimosamente asistimos a un debilitamiento tenaz de la organización popular a nivel mundial, como resultado de la actual lucha de clases desarrollada, más allá del terreno económico, en el terreno ideológico, con la prepotencia del poder mediático, que no solo legitima el actual sistema, sino que con la industria del entretenimiento ha llevado la alienación individual y el consumismo a niveles insospechados antes.

En las últimas décadas hemos tenido en Latinoamérica épicas luchas populares que reivindican derechos puntuales de los pueblos, como las luchas del agua en Bolivia, las de los sin tierra en Brasil, contra el corralito de piedra en Argentina, contra el alza de la gasolina en Ecuador o contra los proyectos extractivistas en Colombia. Algunas de esas luchas han conducido o coincidido con las apuestas electorales que han terminado en la elección de gobiernos alternativos, muchos de los cuales han probado después que su alternatividad era tremendamente limitada.

Y no podía ser de otra manera, porque hasta ahora esas luchas espontáneas que reivindican derechos fundamentales han sido canalizadas fundamentalmente hacia un cambio de gobierno y muy poco a la construcción de un proyecto social y político que busque la transformación radical del orden social existente. Por eso las luchas se desvanecen tras la coyuntura electoral, bien sea por el triunfo o por el fracaso, y en el mejor de los casos, la población espera que el gobierno adelante las reformas para dar satisfacción a los reclamos puntuales que motivaron la movilización. No obstante, el gobierno alternativo, elegido por el voto popular, no participa del poder económico, que a la vez controla el poder mediático, cultural e ideológico.

Ahí están sus límites: si se empeña en reformas que realmente toquen los privilegios de los poderosos para lograr el bienestar de la población en general, se enfrentará a la amenaza inminente de golpe de Estado, casi siempre auspiciada por el imperio. Si limita las reformas prometidas a aquello que las élites están dispuestas a tolerar, entonces habrán dilapidado las mejores posibilidades para un cambio social de fondo. Lo peor es que la prepotencia de la derecha, que ahora se siente tan poderosa económicamente, hace que ni siquiera la subordinación de los gobiernos alternativos sea suficiente para evitar el golpe de Estado: lo sufrió Castillo en Perú, después de haber cedido a casi todas las presiones del poder económico, y en Colombia, aunque buena parte de las reformas propuestas por Petro han resultado depotenciadas en la conciliación con los poderes de facto, no deja de sonar el ruido de sables y la amenaza paramilitar.

Las transformaciones revolucionarias no las hacen los gobiernos sino los pueblos organizados y dueños de una conciencia social y política que les permita dimensionar las posibilidades de lucha en cada momento concreto. Los gobiernos solo pueden hacer reformas que, la mayoría de las veces dejan intacto el orden social vigente.

El puente entre la espontaneidad de los pueblos que se rebelan contra las injusticias y la organización que nos permita derribar el orden existente y construir sobre sus ruinas un mundo nuevo, es la pedagogía popular, y una de sus principales herramientas la comunicación popular. Aquella nacida de la experiencia de diversos sujetos, víctimas de diversas injusticias. De ahí que la tarea no sea solo la contrainformación, sino la pedagogía para formar sujetos críticos y autónomos, capaces de gestionar y cuestionar la información que se les ofrece en un mundo donde los poderosos controlan a su amaño y beneficio esta información.

La pedagogía popular, del diálogo y la juntanza, del pensamiento crítico y autocrítico nos permite identificar de qué manera cada injusticia particular no es más que la manifestación de un orden social injusto que condena al hambre, la explotación, la humillación y la opresión en general, a millones de seres humanos para mantener el privilegio de un puñado insensible. También nos permite, desde allí, identificar no solo la forma que habría de asumir una sociedad justa, sino la forma de construirla. Entre tanto, habremos de tener en cuenta que mientras más dependamos de la espontaneidad sin organización, más muertos pondremos en cada movilización por reclamos cada vez más pírricos.

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