Editorial No 78: Vamos a materializar el cambio

Dhipaak (dios del maíz en lengua tének) – Jorge Dominguez Cruz

Cuatro años son mucho tiempo o prácticamente nada; todo depende de los propósitos que se asuman y la voluntad con la que se persigan. Pueden sentirse apenas como un soplo por parte del gobierno en su empeño de realizar las grandes transformaciones que el país necesita, pues es un hecho que en cuatro años no se puede revertir una historia de oprobio que se ha encostrado en la vida de los colombianos. Pero también puede sentirlos como una eternidad si se empeña en la idea de que estos cambios pueden llevarse a cabo sin tocar los privilegios de los grandes potentados, los mismos que han humillado por tanto tiempo a la mayoría de los colombianos y han naturalizado el estado de postración y de miseria en que nos han hundido, oponiéndose a todo intento de cambio como si solo anunciarlo fuera un sacrilegio.

En estos primeros meses del gobierno Petro empiezan a definirse los perfiles de la relación que el presidente pretende establecer con el movimiento social y popular, el mismo que le sirvió de soporte para alcanzar la primera magistratura del Estado, porque vio en sus propuestas una posibilidad de transitar algunos cambios políticos y económicos que urgimos a través de las reglas de la institucionalidad. Su ambigüedad al respecto es por lo menos preocupante. Mientras anuncia que tratará como invasores a quienes han recurrido a las vías de hecho para la liberación de la madre tierra y hace caso omiso al anuncio de los grandes terratenientes de recurrir a las vías de hecho, es decir, al paramilitarismo, para defender su sacrosanta propiedad privada, al mismo tiempo invoca el apoyo del movimiento social y popular para que presione, mediante la movilización, la aprobación de las reformas propuestas ante el Congreso.

Según estos anuncios, las grandes transformaciones pasan exclusivamente por las leyes tramitadas ante el Congreso, que tendrán luego que transformar la realidad de las comunidades en sus territorios. Para ello, sin embargo, deben alcanzar un consenso en favor de la reforma, en un Congreso que está constituido en su mayoría por los mismos que han instaurado el estado de miseria y opresión como segunda naturaleza en el país y lo defienden permanentemente a través de la propaganda mediática que ellos controlan. Y es para presionar a la élite en el Congreso que se invoca la movilización social. De esta manera el movimiento social y popular queda reducido a un agente pasivo, un instrumento del gobierno, cuyo papel se limita a movilizarse para presionar la aprobación de ciertas reformas.

Por supuesto, sería ingenuo esperar que el gobierno Petro, que apenas está empezando, avale la invasión de haciendas. Sin embargo, su ultimátum amenazando a los manifestantes con desalojarlos mediante la fuerza, sin mencionar prácticamente ningún mecanismo de concertación que vaya más allá de un diálogo etéreo es ya bastante preocupante. Por la historia nos enseña que la élite, de Colombia y de todo el mundo, ha recurrido precisamente a las vías de hecho para instaurar situaciones de oprobio en el país, que después se legalizan mediante leyes.

Por ejemplo, el gobierno de Pastrana Borrero legalizó el robo sistemático de tierras desarrollado por los terratenientes durante el periodo de La Violencia, que ellos mismos promovieron precisamente con este propósito. Lo mismo intentó Álvaro Uribe en 2007 con su polémico estatuto de desarrollo rural para legalizar el inmenso robo de tierras realizado por los ejércitos paramilitares desde inicios de los 80. Ya en 2005 la Contraloría General de la República indicaba en un informe que lo que se había desarrollado en Colombia era una contrarreforma agraria en la que los terratenientes habían expropiado a las poblaciones rurales aproximadamente 5.5 millones de hectáreas de las mejores tierras para el cultivo. Esta contrarreforma fue la que quiso y prácticamente logró legalizar el gobierno de Uribe. Esto deja claro que buena parte de las tierras que hoy reclaman los indígenas y campesinos en el país fueron apropiadas por los terratenientes por las vías de hecho, y no mediante invasiones sino mediante masacres y desplazamientos masivos.

En este sentido, podemos comprender que, en la arena de la lucha de clases, la política se mueve bajo otra lógica. Que la mayoría de las veces las leyes se usan para legalizar un estado de cosas existentes. Por otro lado, el movimiento social en Colombia, sobre todo el indígena, sabe que la ley puede con todo sin que necesariamente impacte la vida social de los colombianos. Para la muestra podemos seguir con el mismo ejemplo: a pesar de la ley 200, o ley de tierras de López Pumarejo, en 1936, y de la ley de Reforma agraria en 1961, lo que se ha llevado a cabo en Colombia es realmente una infame concentración de la tierra. De esta experiencia histórica debemos colegir que las transformaciones sociales se desarrollan mediante la lucha política en todos los escenarios de la vida social, y que la ley es apenas la manifestación más visible de dichas luchas.

Buena parte del movimiento social en Colombia y en Latinoamérica sabe esta lección, que ha aprendido con sangre. Y lo que ha acontecido en los últimos años en materia de movilización (uno de cuyos resultados es precisamente la elección de Gustavo Petro como presidente), es prueba también de que se ha concientizado de la urgencia y la necesidad del cambio y ha decretado la hora cero para este: el cambio empieza aquí y ahora y es el resultado de la acción política de los sectores populares históricamente humillados y ofendidos. También se ha vislumbrado, por el tipo de reivindicaciones, por las formas de lucha implementadas y por las consignas esgrimidas, la conciencia de que dicho cambio trasciende el gobierno, sea de Petro o de quién sea.

En este sentido, acaso la tarea más importante sea la articulación y unidad de los sectores populares organizados, una tarea históricamente frustrada por la represión y la cooptación implementadas siempre desde el Estado. La esperanza actual es que el gobierno de Petro no recurra al mismo libreto, pero debemos ser conscientes que nuestra articulación y consolidación como movimiento social y de clase no depende de la buena voluntad del gobierno de turno, sino de nuestra propia disposición y de la capacidad de construir una agenda política común, independiente de la agenda del gobierno, y reinventar permanentemente las formas de lucha, desde las formas de movilización hasta los procesos de formación, pasando por nuevas formas de comunicación que nos faciliten el encuentro en la diversidad y nos ayuden a superar el sectarismo que nos ha mantenido ciegos ante la urgencia de la articulación. El cambio ya está en movimiento, y es al gobierno de Petro al que le corresponde decidir si hace parte del proceso de cambio, o se queda en el discurso alternativo mientras se repite en las prácticas de represión y cooptación que ha caracterizado a los gobiernos anteriores, pero que esta vez no podrán detener la ola de indignación y la fuerza de los indignados.

«La muerte maya» / cecilia Vicuña
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