Por Álvaro Lopera

La mirada gacha no permite reconocer los alrededores. Una mañana fría invita a dormir –a los que pueden hacerlo– o a moverse para no caer en brazos del entumecimiento. Me movía como buen arlequín del insomnio en torno al pequeño jardín que uso como reencuentro con la naturaleza, con aquella madre que persiste, que resiste la embestida diaria de la ignominia acumuladora capitalista que no la detiene nada ni nadie.
Recogía con cariño las hojas, las flores, los pequeños insectos que caen uno tras otro en la dura brega de la vida. Depredadores casi invisibles, incluidas las enfermedades de las plantas, acaban con ellos. La muerte en el marco de la vida es parte de ella, pero esta, natural, no me genera dudas, miedos, sino que, por el contrario, me anima a abrazar la dialéctica de mi entorno, y con Engels, a saborear esa dialéctica de la naturaleza tan bellamente explicada por su pluma.
Sentí a mi alrededor una presencia manifiesta de un hombre callejero, pero no lo detallé, salvo cuando se apartó y se posicionó a diez metros, en la esquina de la casa. Vi solo un borronazo como si fuera un fantasma: una figura quijotesca emergía de mis cansados ojos y tuve que despabilarme para entender que era un niño, o por lo menos un hombre muy joven que, agachado, recogía las sobras de las basuras que los vecinos acumulan en la esquina de la manzana.
La mugre lo había atrapado. Su piel, trigueña, estaba ahíta de esa suciedad que se agrega inclemente por la falta de aseo, de mejor vida, en una ciudad sucia. Su pelo, ensortijado, le agregaba candor a sus grandes ojos negros, que una vez que me acerqué los vi como farolas que irradiaban una luz con destellos de tristeza.
– ¿Te sirve este material? –le pregunté con cierta pena. Era icopor, ese poliestireno expandido con pentano que estrepitosamente aún se utiliza en esta sociedad consumista y que tanto daño hace a la naturaleza.
Yo sabía la respuesta. No se lo podría llevar, pues con él no hace nada, nadie lo recicla; solo se tira a los rellenos sanitarios y el resto lo hace la lluvia arrastrándolo a los ríos y quebradas, para terminar en el buche de un animal y condenarlo a la muerte por desnutrición. Era más bien una excusa para conversar. Abandoné por un instante mis lerdas labores de jardinero para hablar de frente con alguien que me había llamado la atención por su figura alta y delgada, su piel mustia y su juventud, y por su atuendo.
No me contestó, pero sí agregó a mis inocuas palabras la solicitud de una ayuda para su desayuno. Como reflejo le respondí que no tenía dinero en mis bolsillos, pues al salir a hacer este tipo de labor de aseo y cuidado de mi enano jardín, no lo necesito. Le aclaré que tendría que subir las largas escalas para llegar a ese segundo piso, y él con mucha tranquilidad me respondió:
–Tranquilo, yo lo espero.
Me sacudió su paciencia y persistencia. Hablaba el hambre, la flacura, la desesperanza. Como reflejo instalado casi como un cliché en mi carácter, en mi formación, y para hacerme una idea menos peregrina que la que tenía de él en ese momento, le pregunté:
– ¿Dónde vives? –como si hubiera posibilidad de una respuesta, como si él se hubiera escapado de un acogedor dormitorio y solo hubiera salido a trabajar, a reciclar como decimos todos.
–En la calle –fue su réplica, pues no había otra.
Sus grandes ojos hablaban por cuenta propia, pero la estupidez emboscaba mi aletargado cerebro. Lo miré, no con lástima, pero sí con compasión y de nuevo salieron de mi boca palabras inoportunas, impertinentes, que a esa hora de la fría mañana solo podrían sumarse a la falta de horas de reposo; o quizás salían impertinentemente buscando escuchar algo esperanzador.
Muchos años fui profesor y hasta rector de una institución pública, y eso generó una huella en mi corazón, pues todo, o casi todo, lo reduzco a la gran potencialidad de la educación. Recuerdo que cuando llegué a la institución educativa pública a la cual accedí tras ganar una convocatoria, encontré un edificio que más bien parecía una cárcel que una escuela. Lo primero que me vino a la cabeza fue la transformación de esa antiestética figura arquitectónica que me ahogó cuando di el primer paso: un edificio de cinco plantas mal pintadas con un color verde amarilloso que la inundaba como un lodazal mal oliente; aledaño a este había un segundo edificio de dos pisos, separado del primero por un vertedero en donde pululaban los zancudos y las basuras que arrojaba la comunidad ante el mal servicio público de recolección; unos salones pequeños atiborrados por estudiantes que no paraban de gritar y jugar y todos interconectados por pasillos sucios, descuidados, casi mantenidos de esa manera como una forma de expulsar la voluntad de permanecer en la institución. En fin, una especie de burbuja mugrosa que, si no se hacía algo, terminaría o continuaría aniquilando cualquier esfuerzo pedagógico.
Y lo logramos: tres años después teníamos no solo una construcción más bella, una interconexión de plantas mejorada, sino un proyecto educativo en donde en niños de la edad de este quijote de la basura, empezaba a despuntar la potencialidad de apoyarse en la formación educativa para salir adelante en una sociedad de puertas cerradas y violencias cotidianas.
7:30 am. El cansancio nublaba mis sentidos y las locuras desprendidas de ello también cumplían su papel. Tal vez, adormilado, me reencontraba con mis sueños. Y de nuevo, entonces, como un mazo inoportuno, salió de mi boca otra pregunta sin sentido dirigida a ese demacrado muchacho de los ojos enormes, como bellotas:
– ¿Estás estudiando, has estudiado? –como escarbando una respuesta que calmara mis demonios.
–No, nunca he estudiado –me respondió y se quedó esperando que subiera por el dinero prometido, pues el hambre hablaba con más vehemencia de su vida que las cortas palabras que podrían salir tras preguntas estúpidas.
Subí, bajé, le entregué el dinero y se despidió con un ¡gracias padre!
Partió con su bolsa llena de basura, tan mugrosa como su ropa y su piel, que vendería por unos pesos tal cual lo hace todos los días este niño de 16 años.
Y se llevó en ella la misma desesperanza que cargaba cuando vi por primera vez su enjuta y espectral figura. Parte de ella se quedó en mí y ya no pude cerrar mis ojos por el desaliento.
Es una realidad muy cruel, todxs somos testigos. Hace poco igual me tope con un joven casi niño tirado en la calle, estaba adormilado o intentando dormir sobre ese suelo duro y él enroscado en su cuerpo. Me perturbe mucho, entre dolor y rabia. En la noche, ya en mi casa, cayo un aguacero, inmediatamente me vino a la cabeza, ¡¿cómo haría para guarnecerse? ¿Dónde estaría? Quise correr a tráelo a casa, imposible, y además existen otros y otras más en esta terrible condición, no es un problema que se resuelva resguardando a uno y no es solución que se pueda dar individualmente. Siempre he pensado que una sociedad es falida mientras tenga niños, viejos o adultos, sean mujeres u hombres, sin amparo ni cobijo, en la calle, por Dios. Cuando supe que, en Cuba, en su entrada un letrero decía: «…millones de niños duermen en la calle, ninguno es cubano». Me dije: entonces es posible, otra visión, valió la pena la revolución cubana intentando otra sociedad, intentando salir de las garras del capitalismo.
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