Rusofobia

Por Renán Vega Cantor
Foto: montaje de diversos sitios web

Los sucesos de Ucrania han hecho evidente, visible y mundial una rusofobia impulsada por Estados Unidos y la Unión Europea. Esta rusofobia no es nueva. En el siglo XX cobró impulso desde 1917, cuando se presentó la Revolución Bolchevique, y se extendió como expresión del miedo a todo lo que fuera ruso y luego soviético, asociados al anticapitalismo y a los ideales de justicia e igualdad que se difundieron por el planeta. Esta primera epidemia ideológica y cultural de rusofobia era fundamentalmente anticomunista y se reforzó después de 1945 al terminar la Segunda Guerra Mundial cuando la URSS emergió como potencia. Durante la Guerra Fría (1945-1989) se mantuvo y se generalizó ese sentimiento antirruso, antisoviético y anticomunista, que justificó la Guerra Fría en todas sus dimensiones, incluyendo el ámbito cultural.

Después de 1989-1991, con la caída del Muro de Berlín, la disolución de la URSS y su derrota en la Guerra Fría, la rusofobia (encabezada por Estados Unidos y la Unión Europea) contribuyó a la atomización de la URSS, al reconocimiento de los nuevos Estados que surgieron en 1991-1992 y su sometimiento a Occidente en un proceso de colonización y conversión de Rusia en un protectorado yanqui.

Esa nueva conquista ‒el triunfo de Occidente como lo denominó Alexandr Zinoviev‒ fue asumida con beneplácito por la vieja nomenklatura convertida al capitalismo mafioso y que deliraba con el sueño que a la vieja Rusia la esperaba Europa con los brazos abiertos. Eso pensaban los nuevos oligarcas rusos que se relamían con su incorporación al capitalismo realmente existente y consideraban que la rusofobia no tenía razón de ser, tras olvidar el paréntesis comunista (1917-1991). Enterrado el “comunismo” esos oligarcas suponían que contaban con el pasaporte para ingresar a la “civilizada Europa”. Recordemos que Gorbachov soñaba con que la URSS se convertiría al “capitalismo de rostro humano”, al estilo de Suecia.

Eso pensaban los nuevos oligarcas, pero otra cosa era lo que pensaban en Estados Unidos, en la OTAN y en la Unión Europea. Para estos últimos no bastaba con la desaparición de la URSS, lo que querían era la división de Rusia en varios pedazos, como los think tank (tanques de pensamiento) antirrusos en los Estados Unidos ya lo tenían definido. Por ejemplo, Zbigniew Brzezinski, de origen polaco, quería tanto a Rusia que planeó dividirla en varios pedazos que se repartirían entre Europa, Japón y Estados Unidos. Ese individuo adoraba tanto a Rusia que quería no una sino, por lo menos, tres Rusias, al estilo de las Repúblicas Bananeras latinoamericanas.  

En realidad, ni Estados Unidos ni la OTAN ni la Unión Europea quisieron que Rusia fuera recibida por Europa Occidental, se le siguió acosando, se sometió brutalmente a un plan de ajuste que lo hizo retroceder social, económica y epidemiológicamente varias décadas, se destruyó su infraestructura cultural y científica y se le humilló de una forma parecida a como se había hecho con Alemania en 1919.

Rompiendo los acuerdos tácitos con Gorbachov, la OTAN se siguió expandiendo, bombardeó Yugoslavia, impulsó la formación de Kosovo como “país independiente” ‒cuyos dirigentes son mafiosos que se lucraban con el comercio de órganos humanos de los serbios‒ y colocó ojivas nucleares en Polonia, República Checa, los países bálticos, con lo que se rodeó atómicamente a Rusia.

Cuando el Estado ruso fue reconstruido se fortaleció un modelo de capitalismo de Estado fuertemente nacionalista. Y ahí fue donde se actualizó la rusofobia, pese a que en principio el propio Vladimir Putin fuera simpatizante de la vinculación de Rusia a Europa occidental. Lo que quedó claro es que el Nuevo Orden hegemonizado por Estados Unidos no aceptaba la existencia de una Rusia independiente. Siempre supuso que la Rusia postrada de la década de 1990 ‒la de Gorbachov y la de Yeltsin‒ era una premisa de ese orden imperialista.

Las cosas cambiaron en pocos años. Rusia se reconstruyó como un país capitalista y sus dirigentes actuales entendieron que con el asedio atómico su supervivencia como país estaba en cuestión. Cuando esto sucedió en la primera década del siglo XXI, la rusofobia se colocó en la primera línea del orden del día. Rusia es un país del mal, Putin es el nuevo Hitler, Rusia nunca dejó de ser comunista dicen los más lunáticos. Por todo ello, debe rechazarse todo lo que venga de Rusia, otra vez el “imperio del mal”, como Ronald Reagan denominó a la URSS a comienzos de la década de 1980.

Meses antes de la ocupación de Ucrania por Rusia la histeria antirrusa ocupaba los primeros planos de la información mundial. Ahora, después del 24 de febrero, la rusofobia se ha extendido como una mancha de aceite, alcanzando los niveles de una orgía mundial de odio e ignorancia. Algunos hechos lo demuestran: en una universidad italiana se prohibió un curso sobre Fedor Dostoievski, dizque para impedir la propaganda de Putin; Google y los dueños de las redes antisociales bloquearon las cuentas de periodistas y activistas independientes, colocándoles la leyenda «medio de comunicación controlado por el estado ruso», lo que es algo así como ponerle una lápida mortuoria a esas personas en todo el mundo; en Estados Unidos y Canadá se está botando el vodka a las alcantarillas, y se ha prohibido su venta y consumo en algunos Estados de la Unión Americana; desde Bélgica, la democrática y liberal Unión Europea anunció la prohibición de los canales RT y a Sputnik porque son medios de propaganda de Rusia y de Putin; en varios países europeos se suspendieron las presentaciones del ballet bolshoi y del ballet estatal ruso de Siberia; directores de orquesta rusos de diversos países del mundo han sido expulsados de sus cargos, como el prestigioso Valery Gergiev, director de la Filarmónica de Múnich; al unísono, en forma concertada y por orden del Comité Olímpico Internacional, se expulsa a equipos rusos y a deportistas individuales de prácticamente todos los deportes profesionales (futbol, basquetbol, ciclismo, automovilismo, atletismo, judo…).

En fin, se imponen sanciones y bloqueos a granel, con los efectos económicos y sociales que eso tiene sobre la gente común y corriente de Rusia; en las universidades occidentales se está expulsando a todos los estudiantes rusos, sin ningún criterio, solamente por su lugar de nacimiento y nacionalidad. Es decir, se persigue a una persona por el solo hecho de ser ruso o rusa, en una especie de racismo nazi posmoderno, donde el odio y la persecución lo originan la procedencia étnica-nacional. Como vamos, a los rusos, o a los que son considerados sus amigos o sus aliados se les va a colocar un signo distintivo para diferenciarlos del resto de la humanidad, como si fueran leprosos o como les pasó a los judíos con la estrella de David de color amarillo que debían portar obligatoriamente en su ropa, por imposición en la Alemania nazi.

La rusofobia, igual que la islamofobia, ha sido orquestada, planeada y sincronizada. Se obedece como una orden marcial impartida por los Estados Unidos y la Unión Europea. Eso jamás ha sucedido con el Estado terrorista de Israel, ni con los Estados Unidos cuando perpetran los crímenes que los caracterizan. ¿Cuándo, por ejemplo, se le ha impedido a un deportista de Estados Unidos participar en un torneo luego de las invasiones de Irak, Afganistán o Libia?

La rusofobia es un mecanismo de odio, violento, discriminatorio que atiza la guerra, que bloquea cualquier esfuerzo de comprender por qué está sucediendo lo de Ucrania, y por qué podría desencadenarse un conflicto nuclear, que pondría fin a la humanidad y con ello a la rusofobia.

La rusofobia resulta ser un guion al estilo hollywoodense en donde el mundo se divide en buenos y malos. Los malos son los rusos ‒es el imperio del mal‒, los buenos están en Occidente (Estados Unidos, la Unión Europea, la OTAN y sus vasallos…). Los buenos no han hecho nada, son como mansas palomas, que no han puesto al mundo al borde de un colapso nuclear al querer incorporar a Ucrania a la OTAN e instalar sus misiles nucleares a cinco minutos de Moscú. Por todo ello, la rusofobia es la base segura para que no se detenga la guerra y se imponga la barbarie que amenaza con destruir al mundo.

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