Por Juan Guillermo Romero

No es una película sobre narcos ni sobre pillos, su protagonista no es alguien dicharachero ni vive situaciones trepidantes y su montaje y su banda sonora tampoco son efectistas. La Casa de Mama Icha es un documental colombiano que aborda temas tan cuestionadores como la migración, el patrimonio familiar, la relación entre padres e hijos y entre hermanos, la vejez, la identidad, el significado de eso que llamamos hogar, el primer mundo y el nuestro… Y, seguramente, otros más que cada espectador descubrirá de acuerdo con su historia. Todos ellos desplegados en torno a una anciana que escasamente consigue moverse y a la que le gusta más callar que perseguir la cámara.
María Dionisia Navarro o Mama Icha, como todos la reconocen, es una mujer de 93 años, que a diferencia de la gran mayoría de los actores de nuestras películas documentales y de ficción no está ni de lejos interesada en lo que puede significarle salir en una película. Ella no espera reconocimiento ni ninguna reivindicación política o de otro tipo y, por eso, ignora la cámara por completo. Ella solo ve en Óscar Molina, el director y camarógrafo de esta cinta que se grabó con los recursos técnicos mínimos, a una suerte de compinche que puede ayudarle para que su vida se parezca a eso que ella quiere tras haber permanecido en Estados Unidos durante varias décadas. Un país al que fue pensando en quedarse una corta temporada para acompañar a sus nietos mientras crecían, porque una hija suya le había apostado todo al sueño americano.
Su contador del tiempo ya está de vuelta, ella lo sabe, y por eso quiere regresar a su tierra natal: la bella Mompox. Más que un sueño, lo suyo es una urgencia vital, el derecho a desandar sus pasos y encontrarle sentido al tiempo que pasó en EEUU, y esto para ella solo es posible volviendo a pisar su tierra, volviendo a encontrarse con su familia y con sus viejos chécheres, pase lo que pase y así no tenga las pastillas ni los auxilios que le suministra puntualmente el gobierno gringo.
Ella ama a Mompox, porque ese es el único lugar que le permite ponerse en perspectiva. Una patrimonial ciudad de la que solo se ven unas cuantas calles en la película, como también solo aparecen unas cuantas calles gringas. Porque el director ha decidido con gran acierto que debe convertirse en un mosquito que solo volará entre las paredes de los interiores, para zumbar unas pocas veces al lanzarles algunas preguntas a los demás personajes o al saludar y abrazar a Mama Icha con algún pequeño comentario; a él nunca se le ve, solo se oye su voz.
Así las cosas, las acciones suceden en dos asfixiantes escenarios: un apeñuscado apartamento del primer mundo y una decadente casa Momposina. Por ambos desfilan los hijos y los nietos de Mama Icha y algunos vecinos y otros familiares; pero, sobre todo, los pensamientos, las miradas y las pertenencias de esta mujer que cobran vida hasta convertirse en otros personajes. Los elementos de un rompecabezas que ningún espectador podrá armar por completo durante poco menos de hora y media, lo que dura esta película, que solo deja preguntas y muy pocas certezas.
La casa de Mama Icha dura 84 minutos, para ser exactos. El tiempo elegido entre las 180 horas de material en bruto que Óscar Molina y Brenda Steinecke, la coproductora, han movido durante siete años en convocatorias, mercados audiovisuales y diversos espacios académicos hasta obtener este corte final, que, como siempre, quedará supeditado a sus números en taquilla. Los dientes afilados de una industria que esperamos que en esta ocasión no diezme la profunda mirada de un director que le ha apostado todo a un cine comprometido, no panfletario. Un cine lúcido que hoy más que nunca todos deberíamos apoyar al entenderlo como una acción de resistencia de gran pureza, y la mejor forma es sacándole el ratico para conversar con la protagonista de esta película, que se lo garantizamos, tiene muchas, muchas cosas para decirle amable lector.

