Por Emmanuel Rozental

Stephen Harper, primer ministro conservador del Canadá, pidió perdón a las víctimas indígenas de los “Colegios Residenciales” en el 2008. Un perdón burocrático, de esos que en el papel y en el gesto frío y calculado se proclaman como hitos históricos. Era más lo que pretendía ocultar que lo que reconocía y prometía reparar. Ese mismo año la Minga llegaba a Bogotá desde el Cauca profundo a entregar los 5 puntos de una agenda contra el modelo económico y el proyecto de muerte del capitalismo, señalando al terror de esta democracia genocida como el instrumento de política pública para el despojo corporativo encabezado por la minería canadiense, denunciando la legislación del abuso que debe suplantarse por la de los pueblos para la vida, exigiendo el cumplimiento de los compromisos de Estado ganados en lucha y convocando el tejido de pueblos que dejará atrás la institucionalidad estatal.
Al mismo tiempo que esta Minga se entregaba en la Plaza de Bolívar a los pueblos de esto que llaman Colombia, ese mismo día, en Lima, Harper y el Matarife Álvaro Uribe Vélez se comprometían en la APEC (Foro de cooperación económica alianza del Pacífico), con un tratado de libre comercio entre los dos países para pisotear públicamente la Minga, los pueblos y la agenda de vida y justicia. Canadá ratificaba entonces y perpetúa hoy, a cambio de territorios y riquezas, su complicidad integral con las fosas comunes, las masacres, los falsos positivos, el paramilitarismo, el terror y el despojo.
No era un error, ni desinformación o desconocimiento, como no era desconocido lo que se había hecho durante un siglo, a partir de 1880 hasta los 90 del siglo XX, en campos de concentración, re-educación y exterminio con niñas y niños indígenas de todo Canadá. Es el mismo Canadá extractivista que, a través de CERI (Canadian Energy Research Institute), una paraestatal del gobierno canadiense que actuó en todo el continente, redactó los códigos mineros de toda Abya Yala para beneficio de transnacionales, encubriendo con esa apariencia blanca, limpia, decente, la guerra contra la tierra y la masacre por ganancias de la que son y han sido capaces como pocas naciones en el mundo.
En 1920, la ley indígena del Canadá fue enmendada y la educación (del conquistador blanco) se volvió obligatoria para los indígenas. Los padres que negaran este “derecho” a sus hijxs serían castigados por la rigurosa ley del gobierno. “Su idioma es lo que les permite conformar un pueblo. Mientras conserven su idioma, ellos (los indios), no podrán asimilarse”, afirma el texto de la enmienda.
Ahora, 7 de junio de 2021, el pueblo derriba la estatua de Cristóbal Colón en Barranquilla y la de Egerson Ryerson en Toronto. Ryerson fue uno de los arquitectos de la enmienda a través de los colegios residenciales encargados a iglesias cristianas (Católicas y otras). Al menos 150.000 niñas y niños fueron sometidos a estos campos de abuso y muerte. Gerry Gardiner, por ejemplo, fue brutalmente golpeado sin explicación alguna por el cura en el baño. Fue porque “seguramente estaba pensando en esa lengua del demonio”. Las violaciones y abusos físicos fueron sistemáticas. Hasta allí llegó Harper para encubrir. Ofreció compensación con programas y políticas para comprar el perdón y brindar ayuda sicológica a las víctimas.
En los círculos de la palabra en el norte de Saskatchewan, durante meses y años escuchamos los relatos de horror y de dolor. La vergüenza injertada en la conciencia de las víctimas educadas para negarse, callar y dejarse abusar.
Linda fue la primera en recibirme en Sakitawak. Hermoso y elegante semblante, enormes ojos entre verdes y grises. Su humor oscilaba entre la ira incontenible y la alegría desbordada. Allí creció sin sus padres, recibiendo golpes, sabiendo y aprendiendo de su fealdad irreparable, de su aspecto deplorable, de su atraso heredado. Aprendió a agradecer el odio y el horror. De no hacerlo, las consecuencias eran indescriptibles.
Empezaron a hablar entre sí y a entender el origen del auto desprecio suicida. La frontera del alcohol avanzaba con la frontera de la invasión hacia el norte con la que llegaban los efectos de la enmienda. El derecho a educarse para el genocidio y agradecerlo. Caminamos por varios de esos colegios. Por sus prados y bosques tras las rejas y sentimos el peso de un cementerio escondido y negado. Acá mismo siento el escalofrío. Las fotos en blanco y negro de niñas y niños en Algoma, al norte de Ontario. Fotos de víctimas uniformadas y sometidas. Hoy, los radares subterráneos descubren fosas y cementerios. Van más de 1.000 en solo dos de las decenas de colegios. Se suicidaban a fuerza de dolor y asco. Los mataron y enterraron desapareciéndolos. El radar va a seguir descubriéndolas. Con ira justa, queman iglesias.
Ryerson, prócer racista de la educación y símbolo del Canadá civilizado, cuyo nombre lleva una universidad en el centro de Toronto, es un hombre blanco que simboliza lo que es y ha sido Canadá. Negocian tratados-máscaras con naciones y pueblos, con la intención de incumplirlos mientras ejecutan el terror y lo encubren. Fundaron una nación imperial asesina y ladrona para una minoría blanca y europea capaz de todo, siempre elegante, siempre bajo el imperio de la ley. Impusieron su decencia como referente neutro, como el bien inamovible. La bandera blanca con las franjas y la hoja roja del arce son sangre derramada por un orden limpio con el derecho a someter. Efectos de más de 150 mil niñas y niños en campos de terror y exterminio durante un siglo, enmascarados bajo el supuesto derecho a la educación. Les llevaron el alcoholismo. Rasgo esencial de la cultura canadiense: Los victimarios-beneficiarios de clase media aprendieron a señalar y despreciar a las víctimas.
Por el mundo andan predicando su limpieza, su civilidad. Son intachables, justos y correctos. Pero Canadá es un régimen sangriento enmascarado y perfumado. Es una vergüenza y una atrocidad vestida de paño y buenos modales. Canadá debe desaparecer en el arrepentimiento y la ignominia. Es la historia de un crimen atroz irreparable y en curso. Que germinen las semillas de la infancia torturada y sus herederxs. Que caiga derribado ese horror llamado Canadá. Predicadores inescrupulosos de esta historia sangrienta que debe terminar.
Un comentario en “Predicadores admirados con sangre en las manos”