
Por Jazmín Santa
Mi amiga y yo nos conocimos en segundo de primaria, en la escuela de niñas del barrio. Su historia, aún hoy, me parece difícil de entender. Su mamá se había ido a vivir a Estados Unidos y la había dejado al cuidado de su abuela desde que tenía cinco años. Su papá tenía otro matrimonio y tanto su presencia como la ayuda económica fueron intermitentes en la vida de Lucy.
Siempre estuvimos juntas, en el mismo salón, siempre. Nos veíamos todos los días, nos acompañábamos, éramos confidentes. Recién nos graduamos, mi amiga quedó en embarazo de uno de los muchachos del barrio y se fue a vivir con él a un garaje. A él lo mataron cuando la niña tenía un año y mi amiga tuvo que volver a la casa de su abuela, quien nunca paró de reprocharle que su mamá se la hubiera dejado y que, para colmo, ella regresara con una niña.
De joven, la vida no le fue fácil. Mientras yo empezaba a estudiar en la universidad, ella tenía que trabajar en un almacén, cuidar a su hija y aguantarse los reclamos de su abuelita. Mientras yo flotaba en una nube, enamorada, ella lloraba su prematura viudez y se daba golpes contra la vida, batiendo una rebeldía que le iba cerrando las puertas.
Por esos años nos empezamos a ver menos y a hablar poco. A veces, cuando ella iba a misa los domingos, pasaba por mi casa y me saludaba. En una de esas visitas, me contó que se había quedado sin trabajo, la habían echado porque la vieron entregándole una resma de papel a su papá sin reportar su pago.

De pronto, un día, a eso de las tres de la mañana, sonó el teléfono de mi casa. Mi mamá, asustada, me llamó con un grito, me dijo que era Lucy. Salí corriendo, con el corazón a mil, ni la saludé, solo se me ocurrió preguntarle ¿qué pasa? ¿estás bien?
Al otro lado mi amiga lloraba. Llevaba tres meses en Japón, en Yokohama. Se había ido a trabajar como prostituta. Todo lo había hecho en secreto, le habían pintado pajaritos en el aire y ella, desesperada por su situación económica, tras pensarlo poco, había aceptado la “ayuda”.
Salió por Costa Rica, con su pasaporte colombiano y su nueva condición de esposa de un asiático. El infierno que me narró en cada una de sus llamadas, siempre al amanecer, no vale la pena repetirlo. Había caído en la trampa de una red de tratantes colombianos, asociados con la mafia Yakuza, y se había convertido en una víctima más de explotación sexual comercial. La había captado una mujer mayor, preciso en esos días en los que la habían echado del trabajo. Según lo que me contó, todo se le había “puesto oscuro” y esa oferta fue la única salida que encontró.
En el mundo, una de las formas más comunes de trata está relacionada con la explotación sexual de mujeres y niñas; las víctimas suelen ser jóvenes, están solas, desesperadas, con deudas y esto hace que sean fácilmente engañadas con tentadoras ofertas de empleo y altas sumas de dinero como pago.
El último reporte de la UNODC muestra que el 72% de las víctimas detectadas en todo el mundo son del género femenino. El 49% de los casos son mujeres adultas y 23% son niñas. Lo más común es que se ofrezca trabajo como mesera, empleada doméstica, profesora, cuidadora de niños o ancianos, modelo, modelo web cam, dama de compañía u oportunidades para aprender un idioma, hacer un posgrado o conocer el mundo viajando; también se comprometen con el pago del tiquete, la alimentación, el hospedaje y una serie de comodidades que cualquiera sueña tener.
Hay quienes deciden irse a ejercer la prostitución en otra ciudad o país, pero, como les pasa a las mujeres que se van engañadas, al llegar al destino encuentran que lo que les prometieron no se cumple, pierden su libertad y su voluntad, les retienen los documentos, son obligadas a atender un número exagerado de “clientes”, a pagar tres o cuatro veces más lo que les costó el tiquete de viaje y la acogida. Sufren maltratos físicos y psicológicos, humillaciones, duermen y se alimentan mal. También son constantemente amenazadas con matar a sus hijos o a sus familiares si no obedecen, y es que los tratantes saben todo de ellas ya que así consiguen obligarlas a que hagan todo lo que ellos ordenan o desean.

Sin embargo, la explotación sexual comercial no es el único fin de la trata de personas, también está el matrimonio servil, una forma de esclavitud disfrazada de amor, pues la víctima es enamorada por un abusador, muchas veces a través de las redes sociales, luego se la lleva a vivir a otro lugar y es entonces cuando la somete a la explotación doméstica y a violencia psicológica, económica, emocional y sexual. Otra forma es el trabajo forzado. En este se impone un trabajo sin un acuerdo salarial, no se necesita experiencia laboral y la supuesta propuesta económica es exorbitante. También está la extracción de órganos o “turismo de trasplantes”, los órganos son removidos del cuerpo para comercializarlos en un mercado ilegal. Finalmente, un fin más de la trata de personas es la mendicidad ajena, en la que frecuentemente se obliga a menores de edad, ancianos y minorías a que pidan limosna en las calles para luego quitarles lo recaudado.
La trata es un crimen de lesa humanidad que implica esclavizar a una persona; este delito no distingue en sus víctimas edad, etnia, género, nacionalidad, estrato social ni grado de escolaridad, es decir, todos, absolutamente todos podemos fácilmente caer en la trampa. La violación a los derechos se da cuando se capta, traslada, acoge o recibe a alguien, tanto dentro del país de origen de la víctima como hacia el exterior, con el fin de obtener un provecho económico o cualquier otro beneficio para sí o para otra persona mediante la explotación. Actualmente, este delito se disputa el primer puesto con la comercialización de drogas y de armas.
En Colombia, es frecuente que el traslado interno se dé hacia ciudades del eje cafetero y la costa Caribe, como Cartagena, Santa Marta, Riohacha; hacia países en el exterior, las ofertas más frecuentes tienen como destino Asia, Europa, Centro y Sur América. Es importante entender que los tratantes no son exclusivamente hombres, también las mujeres hacen parte de estas redes delincuenciales, muchas veces son personas conocidas, incluso hasta de la familia, que acostumbran contactar a las víctimas por redes sociales, clasificados de prensa, casas de modelaje, agencias de viajes y salones de belleza, en busca de aprovecharse de situaciones de pobreza, o dificultades económicas o personales, en poblaciones con alta vulnerabilidad o con necesidades insatisfechas.
Por eso, si algún día recibes una oferta de trabajo con pagos astronómicos y con posibilidad de cambiar de destino dentro de Colombia o en el exterior, lo más importante es buscar información y verificar si son ciertas las ofertas laborales que impliquen salir de la ciudad o del país. Si te decides a viajar, lo primero que debes hacer es informar a un familiar o persona cercana de la decisión que tomaste y dejarle fotocopia de todos los documentos, registrarte en el consulado colombiano inmediatamente llegues al país de destino y acudir allí para recibir ayuda si sucede alguna urgencia o si estás en peligro. En caso de sospechar algo, debes llamar y pedir información o ayuda o denunciar a las líneas en Colombia 01 8000 522020 o 122.
En mi caso, 16 años después vine a entender realmente lo que le había pasado a Lucy, cuando conocí a la corporación Espacios de Mujer, una ONG que acompaña procesos de prevención de la trata de personas y atiende a mujeres en contexto y ejercicio de prostitución, así como a migrantes colombianos (as) retornados (as) y víctimas y sobrevivientes de la trata de personas.
Para escribir esto que están leyendo, hice varias llamadas, tratando de recordar fechas, nombres, mayor información sobre los captores y sobre lo que yo sospechaba había sido el final de mi amiga; siempre pensé que la habían matado, que su rebeldía la había acompañado y que en una de esas situaciones que me había contado cuando me llamaba se había negado y ese había sido su fin. También pensé que podría estar en una cárcel, pues tenía entendido que la prostitución era un delito en Japón.
Tras las averiguaciones descubrí que yo tenía más información que sus familiares. Incluso, alguien cercano a ella también había viajado a Japón, pero con papeles falsos, y la habían devuelto. Me contó que era posible que Lucy estuviera en Colombia en condición de calle porque era una adicta, eso lo había escuchado de un familiar. Cuando le pregunté por qué, en su caso, había aceptado viajar, me dijo que en ese momento estaba muy mal emocionalmente pues había peleado con su novio y que, además, conocía a varias vecinas que se habían ido y que les iba muy bien. Le conté sobre lo que vive una víctima de trata y por lo que Lucy había pasado. Del otro lado hubo un silencio profundo. Rápidamente me colgó.