
Por Juan Suárez
En 2005, el antropólogo australiano Michael Taussig publicó un texto llamado “Law in a lawless Land: Diary of a Cleansing in Colombia”, que traducido vendría a significar “Ley en una tierra sin Ley: Diario de una Limpieza en Colombia”. Taussig, experimentado etnógrafo, había realizado investigaciones previas en el Putumayo, Nariño y el Cauca, explorando las relaciones existentes entre Chamanismo, violencia social y expresiones culturales. Sin embargo, este nuevo libro de 2005 se centraba en una palabra que hace parte del léxico social de cualquier comunidad en Colombia, sea esta rural o urbana: “La Limpieza”. Este término se convierte en una alegoría que transita desde la limpieza del cuerpo (sanarlo, sacarle los malos espíritus) hasta la práctica de “limpiar” territorios de indeseables o estorbosos grupos humanos.
La limpieza siempre ha tenido un objetivo concreto: aterrorizar personas y organizaciones que se han mostrado rebeldes ante los poderes institucionales y económicos. Tanto personas en situación de indigencia, trabajadoras sexuales, “viciosos”, “chismosas”, ladrones, entre otros, tiene que ser sometidos a las nuevas reglas de la vida social en la cuadra o la vereda. Sin embargo, como lo ha relatado Perea Restrepo en su libro “Limpieza Social: Una violencia mal nombrada”, editado por el Centro Nacional de Memoria Histórica en 2016, una intrincada mezcla de miedo y aprobación hace difícil evidenciar la existencia de estas operaciones de intimidación social.
Estas operaciones han seguido un libreto que parece ya un manual de acciones estándar. Los avisos del inicio de la limpieza, la publicación de listas, los retenes, las extorsiones, los primeros muertos, entre otros, ayudan a generar esa atmósfera de miedo que invade los territorios y las comunidades locales. Investigadores como Eduardo Álvarez y Andrés Cajiao han distinguido cuatro formas de “limpieza social”, atendiendo a los efectos buscados: aquella que pretende parar alguna acción de protesta, la que tiene propósitos extorsivos, aquella con propósitos contra-insurgentes y, por último, la que pretende eliminar los “desechables” de la sociedad, siendo ésta última una clasificación muy colombiana que nos debiera horrorizar y generar un profundo rechazo por atentar contra cualquier remanente de dignidad humana.
Como ha analizado el Mexicano Daniel Inclán, esta violencia social empieza a devenir en lo que se ha llamado una “pedagogía de la crueldad”, en la cual las relaciones entre las personas son aprendidas y sufridas desde la violencia latente. La crueldad se convierte en una forma de disciplinar socialmente, deviniendo en una pedagogía que necesita de ejemplos y lecciones, incrementándose cada vez a mayor escala. En una macabra división social del trabajo, mientras la corporaciones y los Estados ofrecen las condiciones para que estas violaciones se proyecten en el tiempo, son las personas de abajo, miembros de los sectores populares, los que terminan de ejecutores y guardianes de este “estado de sitio” permanente.
Es en esta intersección de amenazas, miedo, violencia física y extorsiones de todo tipo donde la llamada “limpieza social” empieza a tomar su carácter contrainsurgente. Vigilancia, identificación, individualización. Desaparición, masacre y desplazamiento son los antecedentes de una transformación molecular de las relaciones sociales, es decir, son las propias subjetividades, las formas de ver y situarse en el entorno social lo que termina siendo transformado. Sin embargo, es necesario dar un paso más allá en la lectura sistemática de estos fenómenos, sobre todo por el papel que han jugado estas intervenciones sociales en facilitar y aclarar el camino para las grandes inversiones inmobiliarias en las ciudades, o a los megaproyectos de extracción de recursos en territorios rurales. Un claro ejemplo de ello son las intervenciones a gran escala que se han realizado en el departamento de Antioquia. Guatapé, Buriticá, Porce, igual que regiones enteras como el norte de Antioquia, donde la implementación del proyecto Hidroituango ha exigido allanar el terreno, “limpiarlo”, previo a la implementación de las necesarias inversiones para la extracción.
En tiempos recientes, los megaproyectos extractivos han incluido dentro de sus estudios sociales previos una variable llamada “riesgo socio-politico”, un doble juego que por un lado pretende estudiar las características sociopolíticas de las poblaciones afectadas, y por el otro tiene como objetivo tratar de priorizar las acciones en torno a la población sobrante luego de la intervención. Es necesario esclarecer cómo zonas que están militarmente intervenidas, y donde las corporaciones a cargo de las explotaciones se han convertido en un pequeño Estado, estas técnicas de intimidación asociadas a la limpieza se vienen realizando de manera continuada.
Un ejemplo es el caso de Hidroituango, un proyecto económico que intervino un territorio previamente afectado por fuertes olas de violencia, entre las que podemos destacar las masacres del Aro, Santa Rita y la Granja, sucedidas a finales de la década de los 90. Los pobladores que se han reunido en torno a iniciativas como Asomituango y Ríos Vivos han denunciado cómo personas que ya habían sido víctimas de las avanzadas paramilitares a finales de los 90s, recientemente han vuelto a ser desplazadas de sus territorios y vulneradas en su dignidad.
La limpieza, más allá de ser un simple fenómeno asociado a conflictos locales de carácter coyuntural, se ha convertido en una estrategia de intervención social de corporaciones y Estados a gran escala. Las llamadas “Casas de tortura” en Medellin, las infames “Casas de Pique” en Buenaventura, los hornos crematorios en el Catatumbo, las desapariciones en el sur de Bogotá, los asesinatos de personas transgénero en todo el país, se suman a otros ejemplos a nivel continental como las mujeres desaparecidas de Ciudad Juárez, los asesinatos de afroamericanos y gente de color por parte de la policía en Estados Unidos, o la ola de asesinatos y violaciones a los derechos humanos que recientemente se han hecho visibles en la Patagonía argentina. Todos estos procesos de intervención se basan en la necesidad de crear un imaginario acerca de una población sobrante, de allí que la llamada limpieza social sea una operación de intervención no solo sistemática, sino selectiva.