Cataluña: la independencia agridulce

Independencia cataluña
Foto: diariometropolitano.com.ve

Por Álvaro Lopera

La independencia ha sido un sueño postergado. Primero vino la reforma y modernización de 1978, que democratizó tibiamente la sociedad española y no permitió la autonomía real para ninguna de las naciones presentes en la España contemporánea. Después vendría la transformación del Estatuto de Cataluña en 2006, en el marco del gobierno socialista de Zapatero, en donde se ampliaron ciertas libertades, pero el Partido Popular (PP) del actual presidente español, Mariano Rajoy, demandó dicho Estatuto. El PP, con la venia del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), sembró vientos; ahora se vino encima el huracán de la independencia de Cataluña.

Un poco de memoria

El régimen dictatorial de Francisco Franco, surgido tras la derrota de la República española en la guerra civil de 1936-39, obligó a las naciones gallega, andaluz, vasca y catalana al uso de un idioma oficial: el castellano, eufemística y equivocadamente llamado español, bajo pena de arresto o persecución si se incurría en el uso de sus lenguas autonómicas.

Antes de su muerte, en 1975, el dictador organizó la sucesión en manos de la monarquía borbona, encabezada entonces por el rey Juan Carlos I, quien promovió un Pacto de la Transición, apoyado por las fuerzas políticas mayoritarias: Partido Popular (PP), Partido Socialista (PSOE) y el reformista Partido Comunista.

Desde entonces se escribió lo que sería una autonomía recortada para cada una de las provincias –o naciones para ser exactos– españolas alejadas del centro. Nació después de Franco un entuerto que sería reformado en 2006 por insuficiencia de materia libertaria: los Estatutos Autonómicos. En la lucha por una autonomía real se destacó Cataluña, provincia industrial situada en el norte de España, de 32.000 kilómetros cuadrados y con un excelente desarrollo urbanístico, convirtiéndose Barcelona, su capital, en una referencia obligada para las principales ciudades latinoamericanas.

Año de la quiebra

La Constitución monárquica, heredera fiel del pensamiento franquista, ha limitado la autonomía regional, pues el centro español, con sus tribunales de justicia, su prensa absorbente y su gran papel de regulador nacional de la economía y del comercio internacional, amén del extremo neoliberalismo, sigue ejerciendo un peso asfixiante en todas las entidades autonómicas. En 2006 el gobierno del socialista Rodríguez Zapatero puso en escena la reforma de las autonomías y en especial la de Cataluña, y en ese mismo año el PP se fue lanza en ristre contra el espíritu de ese estatuto, intentando hacer que 114 artículos fueran declarados inconstitucionales. Quería pues este partido de extrema derecha detener la autonomía reduciéndola casi a una caricatura, quitándole potestades regionales fundamentales en el terreno de la justicia, la educación, la economía  y la cultura.

El PP no logró que el Tribunal Constitucional (TC) atendiera todas sus exigencias, pero sí el desbarajuste de 14 artículos que dejaron muy mal parada la provincia catalana en lo que respecta a su autonomía económica, de justicia e idiomática. Ejemplo de ello, es que el catalán sería lengua oficial con el castellano, siendo solo obligatorio el segundo para los asuntos del Estado.

Siembra vientos….

El pueblo, que en la guerra civil alzó la bandera republicana y cantó la senyera (himno catalán), marchó de nuevo, pues vio cómo desde el centro del reino de España se burlaban de lo más preciado: su anhelo de autonomía nacida de la entera libertad para autogobernarse en los aspectos fundamentales de la vida de un Estado.

La repulsa la inició un sector de la mediana burguesía, encabezado por el pro-sionista Arthur Mas, el cual sería quitado del medio en 2012 por un movimiento más decidido de la pequeña burguesía y de sectores más a la izquierda como la CUP (Candidatura de Unidad Popular). Como explica el marxista vasco, Iñaki Gil de San Vicente, al inicio solo hubo un tímido rechazo de sectores de la burguesía, pero luego otros sectores de izquierda aliados con la pequeña burguesía más moderna, que mira más hacia Europa, como el actual presidente Carles Puigdemont, se decidieron por la independencia de España basada en un nacionalismo que reivindica la soberanía popular y la lucha política contra un centro monárquico, reaccionario, cuyas fortalezas son el aparato de justicia conservador, el control centralizado del comercio internacional, la gran prensa y los sectores ultramontanos del movimiento nacional-católico heredero de la época franquista.

Lo que se inició como una reprobación sutil de sectores aburguesados para que el centro monárquico les diera algunas libertades económicas, aunque sin tocar el predominio del capital catalán y español sobre la vida en la región, se convirtió con el paso del tiempo en un torrente en donde el pueblo con sus organizaciones CUP y Junts pel sí (Unidos por el sí), tomaron las banderas y las riendas de la república hasta declarar la independencia el 27 de octubre de este año.

Neocolonialismo español

Iñaki, en una entrevista que concedió al noticiario Canarias Semanal el 3 de octubre, explica con mucha sencillez el por qué se debe luchar contra la Constitución española, la cual es claramente neocolonialista. Sentenció: “La forma de colonialismo está dada en el espíritu de la letra de la Constitución monárquica en tanto desde allí se expresa un control militar, educativo, de comercio internacional y de representatividad diplomática. La lengua catalana es oficial pero no obligatoria; la castellana es oficial y obligatoria, tal como pasa en el país vasco. Desde la Constitución se impulsa el concepto de superioridad de la cultura española respecto de las culturas autonómicas”.

Además amplió un poco el concepto de colonialismo educativo: “Hay atribuciones autonómicas sobre el sistema educativo pero este debe responder en última instancia a la aprobación y al control de Madrid”. El Centro español es totalmente opresivo y cuenta para ello con un Tribunal Supremo de Justicia orientado por un patrón monárquico y franquista.

El año del desenfreno

El 1 de octubre, citado por el parlamento catalán, se llevó a efecto el referendo popular para votar sí o no a la independencia. En el marco de la preparación de éste se pudieron apreciar las viejas formas de auto-organización de las masas para evitar la represión que se veía venir para impedir el referendo. La burguesía catalana, la misma que desde 2014 luchaba contra el independentismo republicano, veía venirse encima la hecatombe de la lucha de clases y en el entretanto emigró con su capital a otras regiones españolas, con el apoyo de Rajoy.

El gobierno español respondió negando la validez del referendo a la vez que  lanzó a la policía nacional para impedirlo. Ganó el sí por más del 90% de los votos que fueron en total 2 millones 200 mil (42% del censo electoral), pero también hubo más de 900 heridos y varias decenas de presos, a pesar de haber sido un acto electoral pacífico. A estas alturas todo el espectro de la derecha se había opuesto férreamente a este evento democrático: el PP, el PSOE y C’s (Ciudadanos) mostraron su catadura monárquica y reaccionaria al condenar el evento con la excusa de haberse saltado la Constitución e intentar desmembrar al reino de España.

Todos contra la naciente República

La andanada de epítetos y la lucha contra la naciente república tenía muchas aristas. Hace poco vimos por la televisión internacional al escritor peruano-español Mario Vargas Llosa lanzar un discurso contra los independentistas llamándoles fascistas por su “nacionalismo trasnochado”. El 17 de septiembre 1000 intelectuales españoles, supuestamente de izquierda, publicaron una carta en el periódico El País, en donde negaban que Cataluña fuera un sujeto de derecho y afirmaban que el referendo del 1 de octubre citado por el parlamento catalán iba a ser una «estafa antidemocrática» y una convocatoria «tramposa» opuesta al «ejercicio de libre decisión del pueblo de Cataluña». ¿Quién es pues para estos intelectuales el pueblo de Cataluña, si la citación partía de las bases populares y revolucionarias de la CUP y de Junts pel sí, además de otros sectores de la mediana burguesía más alejada del poder central?

La izquierda parlamentaria española, salida de movimientos juveniles como los “Ocupas” (Podemos) pero también de movimientos históricos comunistas como Izquierda Unida (IU), no supo qué hacer en el marco de la inminente declaración de independencia. Ni Podemos ni IU supieron interpretar el movimiento nacional-soberanista catalán. Su respuesta se limitó a hacer un llamado al respeto de la legitimidad –como si la legalidad constitucional monárquica hubiera sido una garantía para los trabajadores y el pueblo catalán y para todas las nacionalidades españolas– y a “futuros escenarios electorales después de una reforma constitucional”. Esperan de dicha reforma un “país federal republicano” –propuesta quimérica de la IU– o un referendo que posibilite el reconocimiento de la república, de acuerdo con Podemos, ignorando que Felipe VI, rey español, ya se definió por la tesis reaccionaria de “España unida a toda costa”. Y eso significaba: no al rompimiento geopolítico del país.

Llegó el 27 de octubre y el artículo 155

Tras la Declaratoria Unilateral de Independencia (DUI) del parlamento catalán el 27 de octubre –con 70 votos a favor, 10 en contra, 2 abstenciones, y el retiro de la votación de 53 diputados de la derecha–, a la izquierda solo le quedó ladrar desde la frontera de la legalidad, atacando con dardos envenenados la decisión supuestamente “ilegítima” de Puigdemont. Tambiém lo acusan de hacerle un favor al gobiernocorruptode Rajoy, dándole una “excusa para hacerle el quite a las continuas acusaciones de corrupción”. Todo un despiste.

Rajoy aplicó el artículo 155 de la Constitución, el cual se utiliza para emergencias políticas –una especie de estado de sitio político– con el cual declaró insubsistentes al presidente catalán y a todo el gabinete. El fiscal del reino de España, el 30 de octubre, y por vía exprés, los acusó también de rebelión, sedición y malversación de fondos, amenazando con penas de hasta 30 años de cárcel.

La extrema derecha salió a marchar a las calles de Barcelona el 29 de octubre con la bandera española, la rojigualda, la roja-amarilla que lleva inscrita la heráldica de la corona, pidiendo cárcel para el presidente de la Generalidad y, ahí sí, resaltando con gritos altisonantes el nacionalismo extremo español. Mariano Rajoy citó a elecciones generales en Cataluña para el 21 de diciembre. Carles Puigdemont el 31 de octubre se encontraba en Bélgica y desde allí hablaba de resistencia pacífica y solicitaba garantías para volver a España. Una encerrona completa.

La vicepresidenta española, Soraya Sáenz de Santamaría, por decreto –y de acuerdo al artículo 155– expedido el mismo 27 de octubre en la junta de ministros española, dirige ahora, desde Madrid, los destinos de Cataluña. Los Mossos D’Esquadra (policía catalana) fueron descabezados, poniendo al frente a un hombre, Ferrán López, de entera confianza del gobierno español. La OTAN, la Unión Europea, Donald Trump, Mauricio Macri, Juan Manuel Santos, Enrique Peña Nieto, y toda la élite mundial capitalista, condenaron el acto soberanista del 27 de octubre.

Las fuerzas populares quedaron a la expectativa y replegadas, pues la respuesta de la derecha en las calles y desde el gobierno central fue apabullante; su declaración de independencia quedó, por el momento, aplazada, y tal vez como un papel mojado en las actuales circunstancias históricas, pero también como un hito fundacional de lo que algún día se alcanzará: la república y la libertad.

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