Editorial No 25: Todavía soñamos

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«Sueño del Arlequin»- Shirley Alzate

“El palo no está para cuchara”. Así ha logrado nuestra sabiduría popular expresar con un solo golpe de voz la densidad aparentemente impenetrable de los tiempos más obscuros y difíciles. Con ello se quiere decir que el material no presenta una disposición adecuada para darle forma precisa a la obra que con él se quiere realizar, sino que hay que recurrir a un mayor ingenio tratando de ir incluso más allá de lo que dicho material promete. Hoy precisamente, cuando la forma de la realidad nos indica que el “palo no está para cuchara”, esta sabiduría popular nos exige usar todo nuestro ingenio para lograr transformar esta realidad incluso por encima de lo que en principio parece estar por fuera de sus posibilidades. Como los utopistas de finales de los sesenta del siglo pasado, porque somos realistas pedimos lo imposible.

Solo que esta vez ni siquiera contamos con el impulso revolucionario que movió a aquellas y otras generaciones en dirección a la utopía, soñando con un mundo en el que la libertad, la justicia y la felicidad fueran posibles para todos. Pareciera que después de aquellos momentos la humanidad hubiera olvidado el sueño para hundirse en un letargo mortal, en el cual la sociedad misma se fue despojando a cada paso de jirones de humanidad que le quedaban.

En verdad hay pocas razones para ser optimistas con respecto al curso que ha tomado desde entonces la historia. Librado a su propia dinámica, es decir, a la dinámica del mercado, el capitalismo neoliberal avanza hacia su propio desastre, arrastrándonos a todos. Y no es que el desastre esté al final del camino, sino que él mismo es el camino; cada triunfo del capitalismo es hoy una inmensa derrota para la humanidad, cada avance del mercado hacia escenarios tradicionalmente resguardados de él es un jaque a la vida. El problema es que ha cercenado tanto nuestro espíritu que incluso celebramos cada nueva regresión enceguecidos por el espectáculo y el show mediático que nos muestra su dimensión más sensacional.

De hecho, Colombia es hoy por hoy un ejemplo emblemático de esta dinámica. El presidente montó un espectáculo mediático y globalizado para desmovilizar a la guerrilla de las FARC y con ello logró un premio nobel de paz (concedido por el mismo elenco que le dio el nobel a Obama mientras este profundizaba la guerra en el Medio Oriente), mientras se burlaba del pueblo aplastando las últimas oportunidades para esta paz tantas veces postergada. En últimas fungió como un simple agente del capital, quitando los últimos obstáculos para que este desarrollara libremente y de forma rentable sus negocios en nuestros territorios.

Desde luego, eso poco tiene que ver realmente con la paz. Sin embargo, muy poca gente protestó contra este embeleco; más bien, aupada por la derecha que llevó el show mediático hasta sus últimas consecuencias, la mayoría se expresó (en el plebiscito y en otros escenarios) contra este modelo de negociaciones porque, supuestamente, el gobierno le había entregado el país a la guerrilla y en el mejor caso al castrochavismo. Ahora, tras la firma de los acuerdos, Santos, le ha dado la espalda al proceso desconociendo él mismo los mecanismos de implementación acordados, y ha dejado entre tanto que la ultraderecha los haga flecos en el Congreso, en las Cortes y en la calle. Así, pues, esta paz tan aclamada terminó siendo, como siempre quiso el gobierno, la paz del capital y avanza paralelamente con el neoliberalismo que intenta convertir el mundo entero en mercancía.

Pero lo de Colombia es apenas un ejemplo, y aunque emblemático, modesto frente al espectáculo internacional. Baste mirar el avance descarado y vertiginoso del neofascismo en Estados Unidos y Europa, encarnado ya por el presidente del país más poderoso del mundo, un personaje oscuro y atrabiliario que defiende la supremacía blanca y reniega de los pactos más inocuos de la comunidad internacional para controlar el cambio climático bajo el argumento acalorado de que éste no existe o en todo caso no es causado por la irracionalidad del sistema capitalista. Muy de cerca le sigue, por ejemplo, la derecha española que, con los argumentos más descabellados se atreve hoy a desconocer la declaración de independencia de Cataluña, solo porque es su pilar de desarrollo industrial. Y entre tanto la socialdemocracia europea, a paso silencioso, le va dando entrada a la extrema derecha –tal como acaba de suceder en Alemania y Austria– para que haga el trabajo sucio contra los inmigrantes y los trabajadores, tal como sucedió antes de la segunda guerra mundial. Es un retorno lento a ese pasado pretendidamente superado.

Toda esta irracionalidad se manifiesta en actitudes de disfrute pasivo del espectáculo en las masas y en prácticas patológicas de los ricos: vender un riñón para comprar un videojuego, mandarse hacer un robot sexual, pagarle sociedad mutual a su mascota y velarlas con lujos imposibles para muchos pobres o incluso dejarle a estas mascotas en herencia sus enormes fortunas si les sobreviven.

La decadencia moral de la burguesía capitalista es hoy la más grande prueba de la catástrofe que aguarda a la humanidad si todo sigue como va. Pero realmente nunca hemos esperado la revolución y la emancipación de manos de la burguesía, ni siquiera en los tiempos en que era una clase ilustrada y logró presentar sus intereses como intereses legítimos de toda la sociedad bajo la consigna de libertad, igualdad y fraternidad. De manera que la constatación de esta decadencia no puede ser motivo de resignación ante el destino sino del despertar de la conciencia. Implica, para quienes aún soñamos que la vida tiene sentido solo si la felicidad es posible para todos, asumir la responsabilidad de hacerla posible aún en contra de toda posibilidad.

Eso no quiere decir darse eternamente contra las paredes sino explorar todas las formas de la imaginación, el ingenio y la creatividad puestas al servicio de la transformación de las condiciones de opresión y la construcción de verdaderos escenarios de libertad, sin resignarnos a esperar que el mundo esté maduro para la revolución, pero sin desconocer tampoco el poder opresor que limita las posibilidades de acción. Tal vez sea hora de la transformación en pequeña escala, empezando por la transformación de la conciencia y la sensibilidad en nuestro interior y en nuestros entornos más cercanos, construyendo fuerza y además desarrollando las herramientas teóricas y políticas para avanzar hacia escalas mayores. No se trata de que las formas de la cuchara nos las determine el palo, sino de trabajar tanto el palo, con mucha paciencia, sensibilidad y sabiduría para que se abra a la posibilidad de la cuchara que necesitamos, el mundo que soñamos.

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«Candombe» – Carlos Páez Vilaró

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