Carmen Emilia, una jornada diaria de humo, ruido y asfixia

Carmen Emilia en Blanco y Negro
Foto: Alvaro Lopera

Por Álvaro Lopera

Todos los días, desde hace más de 16 años, Carmen baja desde su casa, ubicada en Manrique, en la parte alta y nororiental de Medellín, hasta la parte intermedia del paso a nivel del puente de San Juan con la Avenida del Ferrocarril. Se levanta automáticamente a las 6 de la mañana, arregla su casa, se toma un chocolate y se viene en un bus –cuyo pasaje de ida y vuelta le arranca una parte considerable de lo que logra vender durante el día–, hasta el parque de San Antonio. Allí se toma un consomé de pescado para después caminar por san Juan hasta el sitio donde recupera su patrimonio después de pagar el alquiler diario de 3 mil pesos: Un carro lleno de gaseosas, confites y galletas.

Arriba a su puesto a las 10 de la mañana, trabaja hasta las cinco de la tarde, y esto lo hace durante toda la semana, incluidos los domingos. Por la noche regresa a su casa hecha un jirón de carne envuelta en humo y gasolina a la que se le suma un aderezo de ruido de más de 80 decibeles que tiene que soportar casi permanentemente.

Tiene 72 años. Nació en la Calecita, un barrio que se reconocía, en 1944, al pie de la Bayadera, tradicional sector del Centro de Medellín que siempre ha alojado en su seno a obreros metalmecánicos. De apariencia menuda, tez morena remarcada por el humo que hasta le ennegrece las manos, de no más de 1,5 metros de estatura y bastante afectada por la osteoporosis, parece resistir a esa atmósfera nauseabunda que respira en su puesto de trabajo y que le ayuda a empeorar la asfixia que sufre desde muy niña, la misma que combate con un inhalador que, como un escudo, lo usa para defenderse de ese hollín y esos gases que la atacan y le impiden oxigenar los pulmones.

En su casa tiene un preciado tanque de oxígeno que acechan sin pausa los pillos del barrio. Ese y su casita, menuda como ella, que comparte con una nieta que cría desde niña, son su única riqueza, construida a partir de los confites y las baratijas que ha comerciado durante toda su vida.

Desde niña vende cosas: su primer puesto de trabajo lo tuvo antes de los cinco años, cuando su padre la llevaba a la Plaza de Cisneros a vender legumbres con su hermano. Allí aprendió a leer y escribir a fuerza de manejar las cuentas paternas y, por ello, a sumar y a restar. Después del incendio de 1968, que según Alberto Aguirre fue muy conveniente para evitar la concupiscencia de los mítines contestatarios del pueblo con las ventas campesinas (después surgiría, como por encanto, el desabrido Parque de las Luces), ella siguió ejerciendo el oficio de vendedora ambulante.

Carmen me habla y me mira tristemente con sus ojos enrojecidos, casi apagados –que serán operados en estos días para «volver a ver», pues por el izquierdo entra un pabilo de luz y apenas ve un poco por el derecho–, como si hubiera perdido una gran oportunidad de haber construido una mejor vida: «Intentaron llevarnos a la plaza Minorista, pero mi padre ya había muerto y mi hermano se dedicó al alcohol. Yo decidí montar mi propio negocio de ventas de gaseosas y chucherías. Después me cambié para ventas de blusas y de ropa para niñas. Compraba y vendía y mi chasa era un costal; me iba bien, hasta que el alcalde Juan Gómez Martínez me sacó de ese medio. Perseguía a los vendedores callejeros como si fuéramos delincuentes».

Después de todo ello y como un agregado terrible a su vida, recibió una puñalada en el pulmón cuando un día de tantos se disponía a subir al bus para viajar a su casa. Todo por robarle. No se dio cuenta de ello hasta que despertó en el hospital San Vicente y le contaron la historia. Desde el año 2000 ha luchado por permanecer cerca a la Alpujarra, y por fortuna tiene un permiso de la oficina de Espacio Público que no ha renovado. «Todos los días pasan, me miran y no me dicen nada porque me ven muy vieja, ya no les estorbo». El caso es que sale demasiado cansada para ir a las torres de Bomboná a hacer fila y renovar algo que siente que le pertenece: el derecho al trabajo.

Madre de diez hijos, seis de ellos ya muertos, dice, con la mirada perdida, que le tocó ver morir a tres cuando eran apenas unos críos: «Iba jugando el niño y de pronto tuvo un vómito negro. Cayó y lo llevé al hospital. No hubo nada qué hacer; tampoco me dijeron de qué murió. El otro niño cayó fulminado por un infarto, y la otra simplemente murió, así, no más». El mayor fue asesinado: «Era un chofer de volqueta y lo mataron, y nunca supe por qué. A la muchacha, un policía le pegó un tiro en la cabeza; ella se mantenía por La Candelaria». Le quedan cuatro hijos, un hombre y tres mujeres, de las cuales una tiene retraso mental y está internada en una finca del municipio por el barrio Robledo Aures. Carmen no puede visitarla, pues le es casi imposible tanto por su afectación de salud como por su economía.

A la única que se aferra como una sanguijuela es a su nieta de 15 años, la hija de Maryori, única que estudió y trabaja como contratista de EPM: «He criado a mi nieta desde niña, casi desde que nació, pero la ayuda de Maryori no se ha visto. Solo me ha servido para cargarme de deudas, como una cuenta de teléfonos de cuatro millones que tuve que pagar en diez años».

No ha sido fácil la vida de esta mujer que almuerza cuando le llevan algunos sobrantes de los restaurantes vecinos a horas avanzadas de la tarde. Esta transcurre lentamente en un punto de la ciudad en donde la inseguridad es pasmosa: «Continuamente me roban. Se acercan por veces, dos o tres personas, y mientras uno compra, los otros se embolsillan algunas cosas. También me han robado todo, dos veces en los últimos meses, y se han llevado la mercancía; y lo peor, a los ojos de todo el mundo y he tenido que empezar de cero».

En medio del humo asfixiante y del ruido que impide hablar, Carmen Emilia García Paniagua continuará trabajando en esto hasta el último instante de su existencia, imperturbable, pues sabe que no tiene nada ni nadie que le dé la mano para dejar de hacerlo.

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